Hoy sábado, Melody actúa en el Orgullo de Torremolinos tras su paso por Eurovisión, donde nos dejó un show apoteósico, una canción mediocre con estribillo ... viral y una posición en la tabla final que es mejor no recordar. Pero ella lo hizo tan bien que el público la va a querer igual, como se quiere a las divas caídas o a las estrellas que, pese al batacazo, siguen brillando.
Y, sin embargo, su presencia como cabeza de cartel en el concierto junto a otras actuaciones, llamadas estelares, de Sonia y Selena o Salma invita a una reflexión inevitable. Pasando por alto el gusto musical, es habitual que estas manifestaciones que antes eran reivindicativas se conviertan en festivales de pop petardo sin apenas rastro de lucha, carnavales con patrocinadores, banderitas y brillos.
Durante décadas, Torremolinos ha sido un refugio para el colectivo LGTBIQ+. Primero como destino semiclandestino, luego como espacio de libertad, y hoy como epicentro del llamado turismo «LGTBI friendly». Pero si cambiamos «orgullo» por «Pride» y pancarta por 'selfie', algo se nos escapa por el camino. Es legítimo celebrar y bailar: sentirse uno mismo puede ser un acto revolucionario. Pero no estaría de más recordar por qué salimos a la calle. Más aún cuando aumentan los discursos de odio por toda Europa, y también en nuestro país. Según el informe 'Estado del odio: estado LGTBI+' presentado recientemente por la FELGTBI+, en el último año el 42,5% de las personas LGTBI ha sido víctima de algún tipo de agresión. Una de cada cuatro ha sufrido discriminación laboral, habitacional o de servicios básicos. Y un 20,3% ha vivido situaciones de acoso, desde el aislamiento al ciberacoso. Además, un espectro político pretende hacernos retroceder en derechos que ya están asumidos. ¿Es suficiente con el brillo y las lentejuelas?
En ese contexto, la proliferación de 'Pride' como término paraguas para cualquier desfile de junio tiene mucho de estrategia turística y algo de síntoma: parece más internacional, más rentable, más fácil de vender. Aceptamos que el turismo ha ocupado buena parte de nuestra vida y nuestras costumbres, pero el riesgo es que, en ese salto idiomático y comercial, se pierda el contenido político y se imponga la estética. La protesta se diluye entre Drag Queens y las demandas de derechos se transforman en etiquetas para redes. La ilusión de que lo tenemos todo conquistado es falsa.
También en este contexto se sitúa la reciente polémica por las declaraciones de Melody durante su paso por Eurovisión. Preguntada por el genocidio en Gaza, afirmó que no podía posicionarse porque lo tenía prohibido por contrato, algo que RTVE desmintió. Más tarde, expresó su rechazo genérico a las guerras y añadió que no estaba formada para hablar de ciertos temas. Todo muy humano, sí, pero también ilustrativo: incluso en un escenario global, y siendo la voz de un país, la neutralidad parece más cómoda que el compromiso.
Y, sin embargo, la fiesta tiene su lugar por derecho propio. No solo como espacio de expresión y deseo, sino como acto de reparación. Para un colectivo marcado por la vergüenza, el rechazo o el abandono, salir a bailar es a veces una forma de resistencia. La música como bálsamo. El cuerpo como respuesta. Y la pista como antídoto a una epidemia silenciosa: la soledad.
En ese vaivén entre el gozo y la rabia, entre el espectáculo y la memoria, debería seguir latiendo el verdadero sentido del Orgullo. No se trata de renunciar a la celebración, ni mucho menos, sino de recordarnos que también estamos aquí para exigir derechos, visibilidad y seguridad. Que no todas las heridas se curan bailando. Pero algunas, sí.
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